[Este texto, escrito hace unos años, ya no representa enteramente mis posturas ni mi percepción del ateísmo. No obstante, sigo considerando acertado el análisis de la teología paulina y de los términos utilizados en el NT.]
Hacia la época en que los seguidores de Jesús empezaron a extender su nombre y sus doctrinas por el mundo, el mundo era todavía el Imperio Romano, cuyo territorio abarcaba ya todo el Mediterráneo, y se extendía del Norte de África a Gran Bretaña, y de Anatolia al Océano Atlántico. El período de relativa estabilidad que se vivía entonces, la pax romana, duraría otros ciento cincuenta años. Pero la hegemonía política de Roma no se extendía al plano cultural: el latín -en sus dos variedades, culto y vulgar-, estaba relegado como lingua franca por el griego, o más precisamente, por la versión estándar y simplificada del griego, la koiné. Los evangelios, cuyo objetivo principal era el proselitismo, fueron escritos en esta lengua pagana, y no en el hebreo del Viejo Testamento.
A través de estos textos, el latín se nutrió de términos religiosos
de raíz griega, que a su vez llegaron a nuestras lenguas actuales. De ahí que
todavía llamemos biblia ( “los libros”)
a una antigua colección de leyendas y tradiciones judías, combinadas con los
relatos de la vida de Jesús, originalmente titulados evangelion (“buena noticia”). El propio término cristianismo viene de christos, “el ungido”, palabra con que
los primeros misioneros traducían la hebrea mashiah
(y que hoy todavía decimos, un poco transformada). Jesús -es decir, el maestro judío Yeshua ben Yosef- difícilmente
haya pronunciado alguna vez las palabras ángelos
(mensajero), ecclesia (asamblea)
o apostolos (enviado).
El Nuevo Testamento inaugura muchos vocablos familiares, y
entre ellos el que nos ocupa, aunque es difícil encontrarlo: ateísmo no existe todavía, y ateo aparece una sola vez, usado de una
manera bastante curiosa. Está en la epístola a los Efesios, que dice: “elpida me ejontes, kai atheoi en to kosmo”, pasaje que puede traducirse con bastante
literalidad como “sin tener esperanzas, y sin
dios en el mundo”. Atheoi es el
plural de atheo, y esta palabra, como
puede descubrir el etimologista amateur sin necesidad de recurrir a fuentes tan
antiguas, significa “sin dios”. Pero si esto parece ajustarse a lo que
entendemos hoy por ateo, no nos es
tan familiar el sentido con el que la palabra se usa en Efesios. Ampliemos un
poco el contexto de la cita:
2:11 Por tanto,
acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne,
erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con mano en la
carne.
2:12 En aquel
tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los
pactos de la promesa, sin esperanza y
sin Dios en el mundo.
2:13 Pero ahora
en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos
cercanos por la sangre de Cristo.
Podemos ver que Pablo, como llamamos por convención al autor
de esta carta, entendía que los atheoi
eran los gentiles que habían vivido y muerto antes de la llegada de Jesús, y
que por el inconveniente geográfico-genético de no ser israelíes, no habían
conocido ninguna clase de revelación monoteísta, ni ley, ni salvación posible. Estos
“ateos” no eran aún los que habían rechazado a Dios, sino aquellos a quienes
Dios había rechazado. La letra alpha, que transcribimos con la “a” del alfabeto
latino, era en griego lo que se llama una partícula privativa, es decir, aquello que indica “privación de”, “sin”; theo es la palabra para designar a
cualquier dios, pero en este caso alude sólo al Dios Único de Pablo, el mismo Yavé
de la Biblia apenas retocado por la doctrina de Jesús.
Es evidente que la etimología no sirve para nada, como
todas las etimologías. Lo único que podemos obtener de ellas es el vago placer
filológico, y un poco tanático, de comprobar que el tiempo pasa y todo se
erosiona, hasta los sentidos más sólidos. Algunos ejemplos pensados al vuelo:
hoy un pontífice no es alguien que se dedique a construir puentes, las
lesbianas ya no nacen exclusivamente en la isla de Lesbos, los vándalos no son
invasores germánicos, y el matrimonio es
un tipo de unión legal que bien puede no incluir a una madre.
Me corrijo: una etimología es inútil si se la entiende como
una especie de definición o argumento, pero no lo es en tanto revela la
naturaleza convencional y cambiante del lenguaje. Los cristianos se sentirán inclinados
a observar que la palabra ateo
incluye la palabra Dios, o sea, que es
un derivado de ella. El hecho morfológico resulta innegable, pero no significa
que la idea del ateísmo derive a su vez de la idea de Dios. Nosotros sabemos
que la letra alpha no es un argumento, pero podemos ver en ella la forma de
todo un sistema, que hasta hoy rige la mente de los cristianos y otros
religiosos.
El Nuevo Testamento, todavía burdo en su teología, insiste
en la diferenciación theoi / atheoi,
aunque use otros términos. Es fundamental mencionar a Pablo, el santificado
Pablo de Tarso. El discurso que Jesús mantuvo durante sus escasos años de
prédica había estado dirigido a los judíos, a “las ovejas perdidas del pueblo
de Israel” como en algún momento los llamó; fue Pablo quien concibió la idea de
que el mensaje podía ser para todos, es decir para los gentiles, que habían
vivido hasta entonces ignorantes de la ley de Moisés, es decir atheo. Es más, fue mucho más duro con
los conocedores de esa ley, los theoi
judíos que habían negado el carácter mesiánico de Jesús. En esta dicotomía se
pueden distinguir dos tipos de pecador: el que niega a dios a sabiendas y el
que lo hace por ignorancia.
Pablo se reconoce a sí mismo dentro de este último grupo porque, antes de sufrir en Damasco aquella visión que cambió la historia, había sido un inquisidor judío, un “blasfemo, perseguidor e injuriador” que dedicó sus esfuerzos a combatir al incipiente cristianismo. Capaz, como siempre, de interpretar la voluntad divina, Pablo asegura: “fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia (agnoón)” (Tim. 1:13). La trampa es que, a diferencia de los antiguos romanos, egipcios y cananeos, Pablo no ignoraba la existencia de Jesús ni el contenido de su prédica, sino el hecho de que este era verdaderamente el Mesías, como después creyó entender. Su ignorancia no era desconocimiento, sino un error de interpretación, y si la superó no fue por una activa búsqueda de la verdad, sino porque la verdad “se le apareció” al costado del camino, como es fama. La clave de todos los enigmas y contradicciones de Pablo es su egolatría, su necesidad de ajustar este mundo y el otro a su propia conveniencia. Nunca dejó de ser un inquisidor. Dispuesto siempre a perdonarse a sí mismo, consideró en cambio que la ignorancia era voluntaria en el caso de las comunidades cristianas de Corinto: “Velad debidamente, y no pequéis; porque algunos no conocen (agnosian) a Dios: para vergüenza vuestra hablo.” (1 Cor 15:34).
En resumen, ya que la ignorancia (agnosia) también es una elección, puede considerarse un pecado en
sí misma, y no sólo por sus consecuencias. Con todo, la ofensa parece más grave
que la de aquellos que sí conocen a Dios, y conocen sus leyes, pero las rompen
sólo por desobediencia o perfidia. El término más frecuente para referirse a
esta actitud es asebeia, “irreverencia”,
“impiedad”, el mismo que siglos habían levantado contra Sócrates los jueces
atenienses.
En el Viejo Testamento, se vuelve una y otra vez sobre la
imagen del rebelde, que no es el extranjero, sino el israelita que descansa en
la seguridad de su alianza con Yavé y rompe todas sus divinas reglas. Se entrevé
que este rebelde incluso duda un poco del poder de Dios, que no teme el castigo,
toma por fabulosas las viejas historias y desoye las advertencias de los
profetas. Siempre que leemos en la Biblia algún relato como este, podemos estar
seguros de que el infiel en cuestión no tardará en sufrir la ira divina. El
ejemplo más recordado es el de los habitantes de Sodoma, de quienes se habla
con estas maravillosas iteraciones en la Epístola de Judas:
He
aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio
contra todos, y dejar convictos a todos los impíos (asebeis) de todas
sus obras impías (asebeías) que han hecho impíamente (esebesan), y de todas las cosas duras que los pecadores impíos (asebeis) han hablado contra él (Judas 1:14-15)
Pero Pablo, lejos de adherir a esta
perspectiva milenarista que proclama la destrucción de los injustos, propone
una idea muy diferente. Su teología resulta demasiado aburrida y torturante de
por sí como para extenderme demasiado en los pormenores; basta con enunciar la
que fue su vuelta de tuerca más dañina. Para Pablo, toda persona está condenada
a la agnosia y la asebeia por su propia condición humana; frente
a la perfección de Dios, todo está manchado, toda alma perdida. Por eso, la
única esperanza para la humanidad es el retorcido sacrificio que Dios hace de
su propio hijo, o de sí mismo hecho hombre.
“Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos (asebon)” (Rom. 5:6).
A primera vista, el mensaje parece
feliz, porque anuncia una esperanza de salvación y perdón para todos, sin
importar qué tan graves hayan sido sus errores pasados. Pero apenas miramos un
poco más fijamente, empezamos a distinguir el veneno que corre por detrás de
esta pálida alegría. Pablo, el primer lobo que aprendió a usar la piel del
Cordero, dictamina que los justos no
existen. Nadie puede quedar bien parado si se miden sus obras con la vara
de la Ley; pero el sacrificio de Jesús abre una nueva posibilidad de justificación (es decir, una manera de hacerse justo), que es “la fe en
Jesucristo, para todos los que creen en él, porque no hay diferencia, por cuanto
todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, y son justificados
gratuitamente por su gracia” (Rom. 3:21-23).
La idea de Pablo es tan brillante como enfermiza. Jesús fue la víctima propiciatoria que Dios se ofreció a sí mismo para aplacar su ira por los pecados de los hombres. Estos últimos son incapaces de la justicia, malvados, indignos del sacrificio de Cristo, y así y todo lo reciben de manera gratuita… o no. Porque, si ya no es posible o necesaria la Ley, ahora se vuelve imprescindible la fe... y a cualquiera se le abren las puertas del paraíso, siempre y cuando acepte su condición de inicuo pecador, y reconozca que Jesús murió por él.
La idea de Pablo es tan brillante como enfermiza. Jesús fue la víctima propiciatoria que Dios se ofreció a sí mismo para aplacar su ira por los pecados de los hombres. Estos últimos son incapaces de la justicia, malvados, indignos del sacrificio de Cristo, y así y todo lo reciben de manera gratuita… o no. Porque, si ya no es posible o necesaria la Ley, ahora se vuelve imprescindible la fe... y a cualquiera se le abren las puertas del paraíso, siempre y cuando acepte su condición de inicuo pecador, y reconozca que Jesús murió por él.
No es sorprendente que una doctrina
tan hostil a la humanidad haya alcanzado tanto éxito. Diría que el ser humano
es hostil a sí mismo, tan inclinado a verse como algo bajo, impuro, en relación
de inferioridad con otro mundo, y
sólo capaz de redimirse a través de él. Pero hay algo todavía más simple, tan
simple como la comodidad: si basta con creer para salvarse, no tiene sentido
intentar ser justo, ni sostener un bagaje de pesadas tradiciones y reglas. Más
aun; ¿qué es lo que le interesa verdaderamente al sacerdote, al charlatán: que su
rebaño cumpla con una sarta de reglas terrenales, incumplibles, o que
simplemente le crean?
Pablo, obsesionado con la idea de lo
puro y lo impuro, la llevó al extremo: decretó que todo es impuro, y destruyó así una vieja oposición, sólo para
fundar otra. Todos son impuros, sólo que algunos no quieren creerlo. La falta de fe ya había sido señalada por Jesús
como un pecado supremo; Pablo, la convirtió en el pecado absoluto. La
incredulidad, cuyo nombre griego es apistia,
es a la vez agnosia y asebeia, por cuanto se atreve a poner en
duda el sacrificio de Jesús, obra de una gracia infinita. No sé qué es más
increíble, que alguien fuera capaz de concebir tal forma chantaje místico-emocional,
o que tuviera tanto éxito como tuvo. Dios nos entregó a su hijo por amor, y lo único que
exige a cambio es un poco de reconocimiento… ¿quién puede ser tan insensible
como para poner en duda el sacrificio, o reírse de esa posibilidad?
En este punto colapsa todo el sistema paulino, y todos
deberíamos sentirlo colapsar en nuestro cerebro. Sería legítimo preguntar: si
el don de Dios fue algo absoluto, indiscriminado, ¿por qué no fue evidente?
¿por qué existe siquiera un espacio para la duda? Si la salvación fuese cierta,
no sería posible la ignorancia, o en todo caso, sería irrelevante, ya que el
incrédulo es un impío, y la gracia de Dios tendría que alcanzarlo lo mismo que
a los demás. Pero Pablo se ocupa de aclarar: “el dios de este siglo cegó los
entendimientos de los incrédulos [apiston],
para que no les resplandezca la lumbre del evangelio de la gloria de Cristo” (2
Cor 4:4).
Con este postulado, se intenta
apuntalar de forma bastante burda todo lo demás. Jesús murió por los pecados de
los hombres, y resucitó para afirmar la verdad de la salvación. La fe cristiana debe ser perfecta, puesto que es obra del poder de Dios; por lo
tanto, nadie podría ignorarla si su ignorancia no está motivada por ese mismo poder.
Un buen creyente no necesitará que se le diga nada más para justificar la
incredulidad de su prójimo. Poco importa que lo dicho por el apóstol contradiga
toda idea de un Dios bondadoso, o de un dador de libertad… poco importa, porque
la condena de los infieles no sólo es algo aceptable, sino también algo que se
desea.
El cristianismo, más todavía que el judaísmo que fue su fundamento, es un culto del sacrificio, una manera de interpretar toda pérdida como ganancia. Este principio bien podría ser de sabiduría; como comprobamos a menudo en nuestras vidas, muchas aparentes derrotas son triunfos escondidos, o al menos nos dejan un resignado aprendizaje. El cristiano lo lleva al extremo; para él, el mal es en sí un bien, está obligado a serlo. Esta es su forma rudimentaria de negar todo aspecto del mundo que le resulta displacentero o aterrador.
Por la Biblia conocemos la forma en que los antiguos hebreos
realizaban sus korbanot (ofrendas). Cualquier
fiel podía llevar un animal al templo, y entregarlo a Yavé a cambio de una
bendición o un perdón; la pérdida, material y lamentable, se hacía en nombre de
una ganancia del todo imaginaria (aunque no lo era para los sacerdotes, quienes
devoraban al animal sacrificado). Por esta misma lógica, el asesinato de
Cristo, el mejor de los hombres, se lamenta con celebraciones, y es exaltado en
cada cruento detalle, como si fuera posible
hacer brotar de él más sangre… ¿qué puede quedar en este sistema para los
infieles, sean estos miles, o millones, o todos, salvo uno mismo?
Los que miramos de afuera,
reconocemos en todo razonamiento teológico un mecanismo de defensa. Es
necesario salvaguardar a las ideas más preciosas de la falsedad, aunque ello
implique fabricar un mundo falso. En los fragmentos de la Biblia que cité hasta
ahora, no se mencionaba el tema que debería ser el más preocupante, el de la
existencia de Dios. No se lo menciona porque, para la Biblia, el problema no
existe, o no se lo reconoce como tal. Dios es algo que se da por sentado, una
condición fundamental del universo, y todo el que de alguna manera lo niegue
está negando lo evidente, y lo hace por mera soberbia, o porque es un necio que
está privado del sentido primordial de la fe. De ahí la proliferación de alphas
privativas; asebeia, agnosia, atheo,
apistia… Lo que la teología intenta acallar es un hecho básico: que la
existencia de Dios, cuando menos, puede ser puesta en duda.
El ateísmo que se perciba a sí mismo como negación es todavía infantil, y no deja de ser un derivado de la fe. La frase No hay dios ha sido mal entendida como una respuesta, cuando en realidad es una afirmación sobre el mundo, lugar a donde llegamos antes que ellos. Si uno entrara a una habitación, se encontrara con alguien, y a continuación dijera Acá no hay nadie, el otro tendría algún derecho a sentirse agraviado, o a interpretar la aseveración como una imbecilidad. Pero si la habitación estuviera vacía, la misma frase sería meramente descriptiva; nadie que estuviera ausente podría considerarse ignorado o negado por ella. Después podría venir, quien quisiera, y decirnos que en realidad sí hay alguien, que está escondido, o que es invisible, o que somos nosotros mismos, y nosotros, de acuerdo a nuestra paciencia y curiosidad, podríamos prestar atención, o hasta empezar a buscar. Ya es otro tema.
El ateísmo que se perciba a sí mismo como negación es todavía infantil, y no deja de ser un derivado de la fe. La frase No hay dios ha sido mal entendida como una respuesta, cuando en realidad es una afirmación sobre el mundo, lugar a donde llegamos antes que ellos. Si uno entrara a una habitación, se encontrara con alguien, y a continuación dijera Acá no hay nadie, el otro tendría algún derecho a sentirse agraviado, o a interpretar la aseveración como una imbecilidad. Pero si la habitación estuviera vacía, la misma frase sería meramente descriptiva; nadie que estuviera ausente podría considerarse ignorado o negado por ella. Después podría venir, quien quisiera, y decirnos que en realidad sí hay alguien, que está escondido, o que es invisible, o que somos nosotros mismos, y nosotros, de acuerdo a nuestra paciencia y curiosidad, podríamos prestar atención, o hasta empezar a buscar. Ya es otro tema.
No
hay dios significa que Dios, aun si existe, no es evidente. La frase
equivale a decir No hay xiwzyzwh, o a
decir No hay lo que no hay. El
ateísmo, que es el estado natural de nuestra percepción del mundo, adquiere
otro sentido cuando choca con postulados imaginarios, incomprobables y, llegado
este punto, sí debe ser negación de algo, pero no de Dios, sino de la fe misma.
Sería preferible cambiar nuestros “No hay” y nuestros “No creo en…” por el “No
creo”, a secas. El ateísmo como manifestación de una apistia que no sea desidia, sino voluntad; un deseo de afirmar todo
lo posible, pero el rechazo de la mera creencia.
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