jueves, 25 de septiembre de 2014

The Necessity of Atheism (Percy B. Shelley)

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[La presente reseña es una versión apenas modificadas de las anotaciones que hice al momento de leer el texto. Podría contener omisiones o aspectos oscuros para el lector.]

Escrito en 1811 por Percy Byshe Shelley, conocido a veces como “el marido de Mary”, a veces como “el amigo de Lord Byorn”, menos veces como uno de los mejores poetas románticos, y más raramente aún como un ateo militante.

“La creencia es una pasión, cuya fuerza, como la de cualquier otra pasión, es proporcional al grado de estímulo recibido.” Shelley identifica tres grados de estímulo: los sentidos, la razón y el testimonio. La gradación significa que ningún nivel se puede contradecir con los anteriores. Analiza entonces la hipótesis de Dios según estos tres grados: según la Razón, el universo tuvo o no una causa, y es más fácil presuponer lo segundo. En cuanto a la existencia en sí, habla de un “poder generativo” que no puede ser explicado recurriendo a la idea de una deidad.

Por último, no se puede creer en el Testimonio si postula la existencia de una deidad irracional. Shelley considera que la irracionalidad de Dios consiste en pedir fe, cuando la fe no es un acto volitivo. Pues, de los atributos que normalmente se atribuyen al creador infiere que, aun de existir, sería innecesario adorarlo, temerle, rezarle, o hasta creer en él.


Shelley defiende la presunción de ateísmo: “God is an hypothesis, and, as such, stands in need of proof: the onus probandi rests on the theist.”No se ocupa, en consecuencia, de refutar la existencia de Dios, pero ofrece una explicación sobre los orígenes del pensamiento religioso. Para Shelley, “Dios” es un término amplio, que podría aplicarse a cualquier cosa, y se coloca siempre allí donde el entendimiento humano deja de ver la cadena de causas y efectos:

“Mounting from cause to cause, mortal man has ended by seeing nothing; and it is in this obscurity that he has placed his God; it is in this darksome abyss that his uneasy imagination has always labored to fabricate chimeras, which will continue to afflict him until his knowledge of nature chases these phantoms which he has always so adored.”

A continuación, Shelley aborda los mecanismos psicológicos que rigen el pensamiento religioso. En primer lugar, señala que éste está basado en un principio de autoridad, sostenido por la imitación de los padres y la aceptación acrítica de los sacerdotes. Agrega también: “la esencia de la ignorancia es darle importancia a las cosas que no la tienen (…) cada uno, al pelear por Dios, pelea de hecho por los intereses de su propia vanidad”. De la misma forma, Shelley argumenta que todas las esperanzas en una vida futura son nada más que una expresión de deseo, pues el hombre, como todos los organismos, posee un “espíritu enemistado con la nada y la disolución”.

Por ultimo, se pregunta Shelley por qué Dios no se muestra, por qué no desenmascara a los que mienten en su nombre. Y, si es que Dios habló alguna vez a la humanidad: “¿por qué el universo no está convencido?” ¿O acaso podría la palabra de Dios no convencer a alguien?

En pasajes de alto voltaje lírico, Shelley evoca el sentimiento casi místico que provoca la contemplación del universo. Como declara desde la primera línea, su argumentación está dirigida contra la idea de una deidad creadora, pero no rechaza la hipótesis de "un Espíritu coeterno con el universo", que podría, aparentemente, asimilarse al panteísmo spinoziano.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Tres bestséllers del "Nuevo Ateísmo"

Bajo el rótulo de “Nuevo Ateísmo” (New Atheism) se agrupan a una serie de autores contemporáneos, cuyos libros, aun sin aportar argumentos muy novedosos a la discusión sobre la existencia de Dios, han logrado una considerable difusión. El movimiento al que han dado lugar estos libros puede interpretarse como una respuesta a la reciente radicalización del Islam, y al crecimiento de los grupos de cristianos fundamentalistas en EEUU. 

El espejismo de Dios (Richard Dawkins)


Tal vez el más famoso del grupo, Dawkins es un biólogo evolucionista que apoya en la ciencia, y en su entusiasmo darwinista, sus críticas a la religión. Rechaza, rutinariamente, los consabidos argumentos a favor de la existencia de Dios, y se enfoca, por motivos comprensibles, en el argumento teleológico. Para Dawkins, la existencia de Dios debe ser tomada como una hipótesis científica, y probada o refutada en consecuencia. Si hasta 1859 era sensato sostener la existencia de un diseñador, con el darwinismo disponemos de una explicación mucho más simple y convincente de la complejidad de los organismos. El argumento central de Dawkins (manifestado en su “Gambito del Boeing 747) que Dios resulta más complejo que los problemas que su existencia presuntamente resuelve. La existencia de un ser omnipotente, sciente, benevolente, parecería, a priori, más improbable que cualquier explicación naturalista de un determinado fenómeno.


Dios no es bueno (Christopher Hitchens)

De estos tres libros es el que más destaca por sus virtudes estilísticas. Hitchens es, como de inmediato queda en evidencia, un polemista profesional. La existencia de Dios no es un tema que lo preocupe demasiado discutir. Su libro está escrito como una crítica a las religiones y sus consecuencias nefastas en la historia humana. Dado que Hitchens analiza una gran variedad de creencias, sus orígenes, postulados y devenir histórico, el libro puede resultar muy útil para quienes aún no hayan observado su propia religión desde una perspectiva externa. (Me propongo, en el futuro, un comentario más detallado del capítulo 16: “¿Es la religión abuso infantil?”).

El fin de la fe (Sam Harris)

 

Este libro, como explica su autor, nace de una preocupación concreta por el avance del terrorismo: “Los hombres que cometieron las atrocidades del 11 de septiembre no eran «cobardes» como se insiste repetidamente en la prensa occidental, ni eran unos lunáticos en el sentido corriente del término. Eran hombres de fe —y de una fe perfecta— y hay que admitir que eso es terrible.” Dentro de unos años, argumenta Harris, incluso un pequeño grupo de fanáticos dispondrá del poder tecnológico suficiente para destruir buena parte del planeta. Ante este panorama, la crítica a la fe es una necesidad: básicamente, una cuestión de supervivencia. Harris asegura que la guerra contra el terrorismo es en realidad una “guerra contra el Islam”, una religión por naturaleza fundamentalista y contraria a los valores de Occidente. En el capítulo 4, elabora una justificación de las acciones de EEUU e Israel en Medio Oriente, incluyendo la invasión de 2003 a Irak. El Islam, para Harris, no es la manifestación de una ética distinta, sino de una falta de ética: los hombres musulmanes literalmente aman menos a sus mujeres que los occidentales. En el mismo capítulo en que hace esta afirmación, Harris incluye una apología de la tortura que se ha vuelto célebre. También, aunque con menos sentido de la urgencia, pero para ser justos, dirige algunas críticas a las inclinaciones teocráticas de los estadounidenses. En el último capítulo, que le ha granjeado ciertas acusaciones de “New Age”, estudia la posibilidad de un misticismo (entendido como “forma de liberar la consciencia”) de carácter racional. Considera que éste, “para ser viable, requiere instrucciones explícitas que no pueden contener más ambigüedad o artificio en su exposición de la que encontraríamos en un manual de podadoras de césped. Algunas tradiciones lo comprendieron hace mil años; otras, no.”

martes, 16 de septiembre de 2014

El ateísmo en el cristianismo




[Este texto, escrito hace unos años, ya no representa enteramente mis posturas ni mi percepción del ateísmo. No obstante, sigo considerando acertado el análisis de la teología paulina y de los términos utilizados en el NT.]

        Hacia la época en que los seguidores de Jesús empezaron a extender su nombre y sus doctrinas por el mundo, el mundo era todavía el Imperio Romano, cuyo territorio abarcaba ya todo el Mediterráneo, y se extendía del Norte de África a Gran Bretaña, y de Anatolia al Océano Atlántico. El período de relativa estabilidad que se vivía entonces, la pax romana, duraría otros ciento cincuenta años. Pero la hegemonía política de Roma no se extendía al plano cultural: el latín -en sus dos variedades, culto y vulgar-, estaba relegado como lingua franca por el griego, o más precisamente, por la versión estándar y simplificada del griego, la koiné. Los evangelios, cuyo objetivo principal era el proselitismo, fueron escritos en esta lengua pagana, y no en el hebreo del Viejo Testamento.

A través de estos textos, el latín se nutrió de términos religiosos de raíz griega, que a su vez llegaron a nuestras lenguas actuales. De ahí que todavía llamemos biblia ( “los libros”) a una antigua colección de leyendas y tradiciones judías, combinadas con los relatos de la vida de Jesús, originalmente titulados evangelion (“buena noticia”). El propio término cristianismo viene de christos, “el ungido”, palabra con que los primeros misioneros traducían la hebrea mashiah (y que hoy todavía decimos, un poco transformada). Jesús -es decir, el maestro judío Yeshua ben Yosef- difícilmente haya pronunciado alguna vez las palabras ángelos (mensajero), ecclesia (asamblea) o apostolos (enviado).

El Nuevo Testamento inaugura muchos vocablos familiares, y entre ellos el que nos ocupa, aunque es difícil encontrarlo: ateísmo no existe todavía, y ateo aparece una sola vez, usado de una manera bastante curiosa. Está en la epístola a los Efesios, que dice: “elpida me ejontes, kai atheoi en to kosmo”, pasaje que puede traducirse con bastante literalidad como “sin tener esperanzas, y sin dios en el mundo”. Atheoi es el plural de atheo, y esta palabra, como puede descubrir el etimologista amateur sin necesidad de recurrir a fuentes tan antiguas, significa “sin dios”. Pero si esto parece ajustarse a lo que entendemos hoy por ateo, no nos es tan familiar el sentido con el que la palabra se usa en Efesios. Ampliemos un poco el contexto de la cita:

2:11 Por tanto, acordaos de que en otro tiempo vosotros, los gentiles en cuanto a la carne, erais llamados incircuncisión por la llamada circuncisión hecha con mano en la carne.
2:12 En aquel tiempo estabais sin Cristo, alejados de la ciudadanía de Israel y ajenos a los pactos de la promesa, sin esperanza y sin Dios en el mundo.
2:13 Pero ahora en Cristo Jesús, vosotros que en otro tiempo estabais lejos, habéis sido hechos cercanos por la sangre de Cristo.

Podemos ver que Pablo, como llamamos por convención al autor de esta carta, entendía que los atheoi eran los gentiles que habían vivido y muerto antes de la llegada de Jesús, y que por el inconveniente geográfico-genético de no ser israelíes, no habían conocido ninguna clase de revelación monoteísta, ni ley, ni salvación posible. Estos “ateos” no eran aún los que habían rechazado a Dios, sino aquellos a quienes Dios había rechazado. La letra alpha, que transcribimos con la “a” del alfabeto latino, era en griego lo que se llama una partícula privativa, es decir, aquello que indica “privación de”, “sin”; theo es la palabra para designar a cualquier dios, pero en este caso alude sólo al Dios Único de Pablo, el mismo Yavé de la Biblia apenas retocado por la doctrina de Jesús.

Es evidente que la etimología no sirve para nada, como todas las etimologías. Lo único que podemos obtener de ellas es el vago placer filológico, y un poco tanático, de comprobar que el tiempo pasa y todo se erosiona, hasta los sentidos más sólidos. Algunos ejemplos pensados al vuelo: hoy un pontífice no es alguien que se dedique a construir puentes, las lesbianas ya no nacen exclusivamente en la isla de Lesbos, los vándalos no son invasores germánicos,  y el matrimonio es un tipo de unión legal que bien puede no incluir a una madre.

Me corrijo: una etimología es inútil si se la entiende como una especie de definición o argumento, pero no lo es en tanto revela la naturaleza convencional y cambiante del lenguaje. Los cristianos se sentirán inclinados a observar que la palabra ateo incluye la palabra Dios, o sea, que es un derivado de ella. El hecho morfológico resulta innegable, pero no significa que la idea del ateísmo derive a su vez de la idea de Dios. Nosotros sabemos que la letra alpha no es un argumento, pero podemos ver en ella la forma de todo un sistema, que hasta hoy rige la mente de los cristianos y otros religiosos.

El Nuevo Testamento, todavía burdo en su teología, insiste en la diferenciación theoi / atheoi, aunque use otros términos. Es fundamental mencionar a Pablo, el santificado Pablo de Tarso. El discurso que Jesús mantuvo durante sus escasos años de prédica había estado dirigido a los judíos, a “las ovejas perdidas del pueblo de Israel” como en algún momento los llamó; fue Pablo quien concibió la idea de que el mensaje podía ser para todos, es decir para los gentiles, que habían vivido hasta entonces ignorantes de la ley de Moisés, es decir atheo. Es más, fue mucho más duro con los conocedores de esa ley, los theoi judíos que habían negado el carácter mesiánico de Jesús. En esta dicotomía se pueden distinguir dos tipos de pecador: el que niega a dios a sabiendas y el que lo hace por ignorancia.



Pablo se reconoce a sí mismo dentro de este último grupo porque, antes de sufrir en Damasco aquella visión que cambió la historia, había sido un inquisidor judío, un “blasfemo, perseguidor e injuriador” que dedicó sus esfuerzos a combatir al incipiente cristianismo. Capaz, como siempre, de interpretar la voluntad divina, Pablo asegura: “fui recibido a misericordia porque lo hice por ignorancia (agnoón)” (Tim. 1:13). La trampa es que, a diferencia de los antiguos romanos, egipcios y cananeos, Pablo no ignoraba la existencia de Jesús ni el contenido de su prédica, sino el hecho de que este era verdaderamente el Mesías, como después creyó entender. Su ignorancia no era desconocimiento, sino un error de interpretación, y si la superó no fue por una activa búsqueda de la verdad, sino porque la verdad “se le apareció” al costado del camino, como es fama. La clave de todos los enigmas y contradicciones de Pablo es su egolatría, su necesidad de ajustar este mundo y el otro a su propia conveniencia. Nunca dejó de ser un inquisidor. Dispuesto siempre a perdonarse a sí mismo, consideró en cambio que la ignorancia era voluntaria en el caso de las comunidades cristianas de Corinto: “Velad debidamente, y no pequéis; porque algunos no conocen (agnosian) a Dios: para vergüenza vuestra hablo.” (1 Cor 15:34).

En resumen, ya que la ignorancia (agnosia) también es una elección, puede considerarse un pecado en sí misma, y no sólo por sus consecuencias. Con todo, la ofensa parece más grave que la de aquellos que sí conocen a Dios, y conocen sus leyes, pero las rompen sólo por desobediencia o perfidia. El término más frecuente para referirse a esta actitud es asebeia, “irreverencia”, “impiedad”, el mismo que siglos habían levantado contra Sócrates los jueces atenienses.




En el Viejo Testamento, se vuelve una y otra vez sobre la imagen del rebelde, que no es el extranjero, sino el israelita que descansa en la seguridad de su alianza con Yavé y rompe todas sus divinas reglas. Se entrevé que este rebelde incluso duda un poco del poder de Dios, que no teme el castigo, toma por fabulosas las viejas historias y desoye las advertencias de los profetas. Siempre que leemos en la Biblia algún relato como este, podemos estar seguros de que el infiel en cuestión no tardará en sufrir la ira divina. El ejemplo más recordado es el de los habitantes de Sodoma, de quienes se habla con estas maravillosas iteraciones en la Epístola de Judas:

He aquí, vino el Señor con sus santas decenas de millares, para hacer juicio contra todos, y dejar convictos a todos los impíos (asebeis) de todas sus obras impías (asebeías) que han hecho impíamente (esebesan), y de todas las cosas duras que los pecadores impíos (asebeis) han hablado contra él (Judas 1:14-15)

            Pero Pablo, lejos de adherir a esta perspectiva milenarista que proclama la destrucción de los injustos, propone una idea muy diferente. Su teología resulta demasiado aburrida y torturante de por sí como para extenderme demasiado en los pormenores; basta con enunciar la que fue su vuelta de tuerca más dañina. Para Pablo, toda persona está condenada a la agnosia y la asebeia por su propia condición humana; frente a la perfección de Dios, todo está manchado, toda alma perdida. Por eso, la única esperanza para la humanidad es el retorcido sacrificio que Dios hace de su propio hijo, o de sí mismo hecho hombre.Cristo, cuando aún éramos débiles, a su tiempo murió por los impíos (asebon)(Rom. 5:6).

            A primera vista, el mensaje parece feliz, porque anuncia una esperanza de salvación y perdón para todos, sin importar qué tan graves hayan sido sus errores pasados. Pero apenas miramos un poco más fijamente, empezamos a distinguir el veneno que corre por detrás de esta pálida alegría. Pablo, el primer lobo que aprendió a usar la piel del Cordero, dictamina que los justos no existen. Nadie puede quedar bien parado si se miden sus obras con la vara de la Ley; pero el sacrificio de Jesús abre una nueva posibilidad de justificación (es decir, una manera de hacerse justo), que es “la fe en Jesucristo, para todos los que creen en él, porque no hay diferencia, por cuanto todos pecaron y están destituidos de la gloria de Dios, y son justificados gratuitamente por su gracia” (Rom. 3:21-23).



            La idea de Pablo es tan brillante como enfermiza. Jesús fue la víctima propiciatoria que Dios se ofreció a sí mismo para aplacar su ira por los pecados de los hombres. Estos últimos son incapaces de la justicia, malvados, indignos del sacrificio de Cristo, y así y todo lo reciben de manera gratuita… o no. Porque, si ya no es posible o necesaria la Ley, ahora se vuelve imprescindible la fe... y a cualquiera se le abren las puertas del paraíso, siempre y cuando acepte su condición de inicuo pecador, y reconozca que Jesús murió por él.

            No es sorprendente que una doctrina tan hostil a la humanidad haya alcanzado tanto éxito. Diría que el ser humano es hostil a sí mismo, tan inclinado a verse como algo bajo, impuro, en relación de inferioridad con otro mundo, y sólo capaz de redimirse a través de él. Pero hay algo todavía más simple, tan simple como la comodidad: si basta con creer para salvarse, no tiene sentido intentar ser justo, ni sostener un bagaje de pesadas tradiciones y reglas. Más aun; ¿qué es lo que le interesa verdaderamente al sacerdote, al charlatán: que su rebaño cumpla con una sarta de reglas terrenales, incumplibles, o que simplemente le crean?

            Pablo, obsesionado con la idea de lo puro y lo impuro, la llevó al extremo: decretó que todo es impuro, y destruyó así una vieja oposición, sólo para fundar otra. Todos son impuros, sólo que algunos no quieren creerlo. La falta de fe ya había sido señalada por Jesús como un pecado supremo; Pablo, la convirtió en el pecado absoluto. La incredulidad, cuyo nombre griego es apistia, es a la vez agnosia y asebeia, por cuanto se atreve a poner en duda el sacrificio de Jesús, obra de una gracia infinita. No sé qué es más increíble, que alguien fuera capaz de concebir tal forma chantaje místico-emocional, o que tuviera tanto éxito como tuvo. Dios  nos entregó a su hijo por amor, y lo único que exige a cambio es un poco de reconocimiento… ¿quién puede ser tan insensible como para poner en duda el sacrificio, o reírse de esa posibilidad?

En este punto colapsa todo el sistema paulino, y todos deberíamos sentirlo colapsar en nuestro cerebro. Sería legítimo preguntar: si el don de Dios fue algo absoluto, indiscriminado, ¿por qué no fue evidente? ¿por qué existe siquiera un espacio para la duda? Si la salvación fuese cierta, no sería posible la ignorancia, o en todo caso, sería irrelevante, ya que el incrédulo es un impío, y la gracia de Dios tendría que alcanzarlo lo mismo que a los demás. Pero Pablo se ocupa de aclarar: “el dios de este siglo cegó los entendimientos de los incrédulos [apiston], para que no les resplandezca la lumbre del evangelio de la gloria de Cristo” (2 Cor 4:4).

            Con este postulado, se intenta apuntalar de forma bastante burda todo lo demás. Jesús murió por los pecados de los hombres, y resucitó para afirmar la verdad de la salvación.  La fe cristiana debe ser perfecta, puesto que es obra del poder de Dios; por lo tanto, nadie podría ignorarla si su ignorancia no está motivada por ese mismo poder. Un buen creyente no necesitará que se le diga nada más para justificar la incredulidad de su prójimo. Poco importa que lo dicho por el apóstol contradiga toda idea de un Dios bondadoso, o de un dador de libertad… poco importa, porque la condena de los infieles no sólo es algo aceptable, sino también algo que se desea.



            El cristianismo, más todavía que el judaísmo que fue su fundamento, es un culto del sacrificio, una manera de interpretar toda pérdida como ganancia. Este principio bien podría ser de sabiduría; como comprobamos a menudo en nuestras vidas, muchas aparentes derrotas son triunfos escondidos, o al menos nos dejan un resignado aprendizaje. El cristiano lo lleva al extremo; para él, el mal es en sí un bien, está obligado a serlo. Esta es su forma rudimentaria de negar todo aspecto del mundo que le resulta displacentero o aterrador.

Por la Biblia conocemos la forma en que los antiguos hebreos realizaban sus korbanot (ofrendas). Cualquier fiel podía llevar un animal al templo, y entregarlo a Yavé a cambio de una bendición o un perdón; la pérdida, material y lamentable, se hacía en nombre de una ganancia del todo imaginaria (aunque no lo era para los sacerdotes, quienes devoraban al animal sacrificado). Por esta misma lógica, el asesinato de Cristo, el mejor de los hombres, se lamenta con celebraciones, y es exaltado en cada cruento detalle, como si fuera  posible hacer brotar de él más sangre… ¿qué puede quedar en este sistema para los infieles, sean estos miles, o millones, o todos, salvo uno mismo?

            Los que miramos de afuera, reconocemos en todo razonamiento teológico un mecanismo de defensa. Es necesario salvaguardar a las ideas más preciosas de la falsedad, aunque ello implique fabricar un mundo falso. En los fragmentos de la Biblia que cité hasta ahora, no se mencionaba el tema que debería ser el más preocupante, el de la existencia de Dios. No se lo menciona porque, para la Biblia, el problema no existe, o no se lo reconoce como tal. Dios es algo que se da por sentado, una condición fundamental del universo, y todo el que de alguna manera lo niegue está negando lo evidente, y lo hace por mera soberbia, o porque es un necio que está privado del sentido primordial de la fe. De ahí la proliferación de alphas privativas; asebeia, agnosia, atheo, apistia… Lo que la teología intenta acallar es un hecho básico: que la existencia de Dios, cuando menos, puede ser puesta en duda.


            El ateísmo que se perciba a sí mismo como negación es todavía infantil, y no deja de ser un derivado de la fe. La frase No hay dios ha sido mal entendida como una respuesta, cuando en realidad es una afirmación sobre el mundo, lugar a donde llegamos antes que ellos. Si uno entrara a una habitación, se encontrara con alguien, y a continuación dijera Acá no hay nadie, el otro tendría algún derecho a sentirse agraviado, o a interpretar la aseveración como una imbecilidad. Pero si la habitación estuviera vacía, la misma frase sería meramente descriptiva; nadie que estuviera ausente podría considerarse ignorado o negado por ella. Después podría venir, quien quisiera, y decirnos que en realidad sí hay alguien, que está escondido, o que es invisible, o que somos nosotros mismos, y nosotros, de acuerdo a nuestra paciencia y curiosidad, podríamos prestar atención, o hasta empezar a buscar. Ya es otro tema.

            No hay dios significa que Dios, aun si existe, no es evidente. La frase equivale a decir No hay xiwzyzwh, o a decir No hay lo que no hay. El ateísmo, que es el estado natural de nuestra percepción del mundo, adquiere otro sentido cuando choca con postulados imaginarios, incomprobables y, llegado este punto, sí debe ser negación de algo, pero no de Dios, sino de la fe misma. Sería preferible cambiar nuestros “No hay” y nuestros “No creo en…” por el “No creo”, a secas. El ateísmo como manifestación de una apistia que no sea desidia, sino voluntad; un deseo de afirmar todo lo posible, pero el rechazo de la mera creencia.



viernes, 12 de septiembre de 2014

El trilema de Lewis

El argumento

Lewis propone tres interpretaciones sobre Jesús y su ministerio. O bien Jesús era quien decía ser (Dios, o el Hijo de Dios), o bien no lo era. En este segundo caso, o bien Jesús era consciente de que estaba mintiendo, o bien estaba convencido de lo que decía y estaba loco. Las opciones, excluyentes, son por lo tanto: Mentiroso, Lunático o Señor (o en inglés, con una gratuita aliteración: Liar, Lunatic, Lord). Lewis señala que incluso quienes no creen en la divinidad de Jesús están dispuestos a aceptar que era “un gran maestro moral”. Pero esta visión es inconsistente, ya que alguien que dijera las cosas que Jesús decía (por ejemplo, que era capaz de perdonar los pecados, que existía antes que Abraham, etc.) sin ser verdaderamente Dios sólo podía ser un loco. Sin embargo, en contradicción con tales afirmaciones megalómanas, el carácter de Jesús nos parece sincero y humilde. Para Lewis, finalmente, resulta obvio que Jesús no era ni un lunático ni un mentiroso, y sólo la última opción, por inverosímil que parezca, puede resultar cierta. Nos insta, entonces: “Escarnécele como a un insensato, escúpelo y mátalo como a un demonio; o cae a sus pies y proclámalo como Señor y Dios”

Esquema del argumento (clic para ver la fuente)


Las objeciones

1- El primer punto débil del argumento es su dependencia del texto bíblico. Para que el trilema funcione, debemos presuponer que (a) Dios existe; (b) la Biblia es la palabra de Dios. Incluso si, a partir del argumento moral, dedujéramos que (a) es cierto, no habría motivos para suponer (b). Lewis debería demostrar, y no lo hace, la integridad del texto bíblico, dando cuenta de sus muchas y flagrantes contradicciones. Por ejemplo, los cuatro evangelios a menudo nos presentan versiones irreconciliables de distintos sucesos en la vida de Jesús. En tanto estas divergencias no puedan ser explicadas, debemos elegir la opción más sencilla: que las incoherencias de la Biblia se deben a que fue escrita por seres humanos, y como tal es falible y ha estado expuesta a múltiples modificaciones a lo largo de los siglos.

2- Incluso si el texto bíblico fuera completamente confiable, no podríamos saber si Jesús creía de verdad ser Dios. En ningún lugar del Nuevo Testamento lo afirma explícitamente, aunque haya pasajes en que parece sugerirlo (y que tienden a interpretarse a partir de una teología posterior, inimaginable en la época de la redacción de los evangelios, y menos aún en vida de Jesús).

3- ¿De verdad existen nada más que tres opciones? Evidentemente puede haber muchas más. Jesús podría haber estado simplemente equivocado, podría, por ejemplo, haber malinterpretado una experiencia mística privada como un signo de que él era Dios (sin por ello ser mentiroso, ni loco, ni, finalmente, Dios). O podría haber declarado ser “Dios” en el mismo sentido que lo haría un panteísta: según esa cosmovisión, todo y todos somos parte de Dios.


4- Incluso las restantes opciones son posibles, si hemos de juzgarlas a partir del texto bíblico. Lewis afirma que no podemos sostener que Jesús fue un lunático y, al mismo tiempo, un gran maestro moral. Pero si aceptamos que sus afirmaciones sobre la moral son verdaderas, podríamos aceptarlas incluso en abstracto; es decir, incluso sin saber quién las dijo. El hecho de que Jesús fuera un loco o un mentiroso no desmerecería tales afirmaciones (esto sería una falacia ad hominem). Tampoco nos serviría, de tenerla, la íntima convicción de que Jesús decía la verdad, pues nos llevaría a un razonamiento circular. La navaja de Ockham, en este caso, favorece cualquier opción salvo la que finalmente elige Lewis. Incluso el autor asume su carácter extraño y misterioso. Son más los problemas derivados de la presunta divinidad de Jesús que los que ésta nos permite resolver. En dos mil años, de hecho, los teólogos no han podido ponerse de acuerdo en torno a la auténtica naturaleza de Cristo, el carácter de sus enseñanzas, y el significado de su ministerio. Derivado de esto último, es al extremo inverosímil que un Dios perfecto haya ejecutado un plan tan imperfecto: una revelación tan sesgada, tan ambigua y abierta a tantas interpretaciones, cuando de ella, supuestamente, depende el destino de la humanidad.

(Por último: “Escarnécele como a un insensato, escúpelo y mátalo como a un demonio; o cae a sus pies y proclámalo como Señor y Dios”. La frase de Lewis es un vil chantaje. ¿Acaso todos los que no estamos dispuestos a “caer a sus pies” estamos obligados a ser malas personas? ¿Acaso la única manera de tratar con un loco o un insensato es matarlo? Me rehúso, como no creyente, a aceptar esta falsa dicotomía.) 


jueves, 11 de septiembre de 2014

Mero cristianismo (C. S. Lewis)





El libro de Lewis tiene la virtud de presentarnos un cristianismo más cercano a las bases, asumiendo los aspectos más problemáticos de la fe en lugar de morigerarlos con elaboraciones filosóficas. Admite, por ejemplo, que “si Dios es como la ley moral, no es un dios suave”, y que su bondad, en todo caso, está en su capacidad de perdonar. Pero Lewis no rechaza la imagen antropomórfica de un Dios capaz de encolerizarse, que es la que más fácilmente se deriva de las escrituras. La ley de Dios debe ser dura como él, y a Lewis no lo avergüenza en absoluto decir que, por ejemplo, “hoy no ejecutamos a las brujas porque nos creemos en ellas”, pero que, si existieran, “nadie merecería más la pena de muerte que esas sucias traidoras” (!).

 Como va quedando claro, para el autor el cristianismo es y debe ser una religión combativa. Dios tenía un plan claro con el universo, afirma Lewis (y sin embargo, es incapaz de decirnos cuál era), pero las cosas se salieron de cauce. Ahora estamos en medio de una guerra cósmica entre el bien y el mal (representado por Satanás), y la humanidad oscila entre la salvación y la perdición. orque el demonio fue capaz de insertar en la mente de nuestros ancestros la idea de “que podían ser como Dios”, y sin embargo Dios, el todopoderoso, no es capaz de revertir esa idea, presuntamente para no interferir con el libre albedrío.


Pero su proceder, tal como lo pinta Lewis (y como la Biblia nos permite suponer que fue), resulta, no obstante, patéticamente inefectivo. Dios, en primer lugar, nos dio conciencia; luego envió “buenos sueños” a los salvajes, y finalmente eligió un pueblo y les “martilleó” la idea de que “él era el único y que le gustaba el buen proceder”. El problema de todo este razonamiento es que nosotros, sin ser perfectos, podemos imaginar muchas alternativas más simples y más eficaces. Dios podría haberse mostrado, por ejemplo, podría haberse aparecido todos los días y a todos; podría, como señaló Carl Sagan, haber escrito los diez mandamientos en la Luna. Todas estas no son maneras de interferir con el libre albedrío, porque de otra forma lo serían, también, los “buenos sueños”, y el “martilleo” que le propinó a su pueblo elegido. ¿Y por qué, ya que estamos, elegir a un solo pueblo? Esto sólo tiene sentido si suponemos que las fuerzas de Dios son moderadas y necesita concentrarse sólo en un grupo humano o incluso en algunos individuos (los profetas).

Además, nadie es capaz de decirnos por qué el libre albedrío es un valor irrenunciable, cuando lo que se juega es la condena eterna. Digamos: si un padre ve que su hijo está a punto de saltar por una ventana, ¿qué hace? ¿Salvarlo, y después explicarle los riesgos de tal curso de acción? ¿O tratar de disuadirlo con indirectas, pero privilegiar su libre decisión de tirarse? La analogía nos sugiere otra cosa: la decisión no es en absoluto libre para alguien que, como un niño, no es consciente de todos los riesgos que esta implica. Lo cierto es que, incluso si Dios existe, no tenemos evidencia suficiente para suponer que es así. Nuestra “decisión” de no creer no puede ser un ejercicio del libre albedrío si resulta que, a fin de cuentas, sólo estamos desinformados.

Hombres como Lewis, sin embargo, consideran que la evidencia a favor de Dios es más que suficiente, y que la opción por el ateísmo (o por las religiones no cristianas) es equiparable a una decisión moral. A diferencia de otras religiones, nos explica el autor, para el cristianismo el pecado central es el orgullo, que aparta al hombre de su creador, y lo lleva a pensar que puede tener alguna felicidad sin él. El razonamiento, en este punto, se torna circular. Porque, si aparentemente sólo a partir de Dios podemos saber lo que está bien y mal, si estamos apartados de Dios, ¿cómo podríamos a priori reconocerlo como el bien? Sólo si invariablemente partiésemos del teísmo cristiano, como realidad evidente, y nos desviáramos de ella a conciencia, estaríamos cometiendo un mal al no creer. No obstante, no hay buenos motivos para suponer que el cristianismo deba ser nuestra cosmovisión por default, aunque Lewis intenta convencernos de que sí.

Para el cristiano, dice el autor, la razón es tan importante como la fe, pues “la batalla es entre la fe y la razón por un lado, y la imaginación y las emociones por otro”. Pero el dúo dinámico propuesto por Lewis podría lo mismo llevarnos al islam, al panteísmo, a una versión distinta del cristianismo, o a cualquier otra cosmovisión. La fe podría sustentar cualquier creencia, por absurda que fuese; el uso de la razón, por otra parte, está limitado por factores subjetivos, por nuestra capacidad intelectual y por la información que tenemos disponible. De aquí se deduce que cualquier buscador de la verdad, incluso si es sincero, incluso si desea acercarse a Dios, o a un dios posible,  puede equivocarse. ¿En qué sentido sería, entonces, su no creencia en el cristianismo, una decisión moral?

Lewis utiliza fundamentalmente dos argumentos para defender el cristianismo: el primero es una variante del argumento moral, como prueba de la existencia de Dios, y el segundo, la gran estrella, es el así llamado Trilema de Lewis, presunta prueba de la divinidad de Jesús. En las próximas entradas analizaré detalladamente cada uno.

¿Qué es el noteísmo?

Por noteísmo me refiero a toda postura en contradicción con la creencia en un Dios creador único y personal, tal como lo definen las principales religiones monoteístas del mundo. El noteísmo comprende, por lo tanto, un conjunto amplio de corrientes de pensamiento, que incluye al ateísmo, pero también a algunos sistemas espirituales. En todos los casos, se trata de cosmovisiones que excluyen a Dios como su fundamento último, pero no siempre esa exclusión funciona de la misma forma.

Partamos de la que puede considerarse la doctrina fundamental del teísmo, es decir la proposición “Dios existe” (la abreviaremos como D). Todos aquellos que identifican D como una proposición verdadera son indudablemente teístas, mientras que aquellos que no la consideran verdadera pueden llamarse noteístas. Dentro de estos últimos, los ateos son aquellos que consideran que D es falsa: es decir, los que explícitamente afirman que “Dios no existe. Corrientemente se denomina a esta postura ateísmo positivo o ateísmo fuerte.

Tenemos, por otra parte, al ateísmo negativo o débil, que comprende a aquellos que no creen en Dios, pero sin asignarle un valor de verdad determinado a la proposición D. Dentro de este grupo están aquellos que ignoran la existencia de dicha proposición: es decir los incapaces, los niños pequeños, así como aquellos que nunca la han escuchado (por ejemplo, las tribus aún no contactadas en el Amazonas). Todos ellos (y si me apuran, incluyo también a los animales) pueden considerarse ateos de hecho.

También dentro del ateísmo débil corresponde ubicar a los agnósticos, es decir, a quienes consideran que la proposición D tiene un valor de verdad indeterminado. Algunos agnósticos piensan que es por el momento imposible determinar si D es verdadera o falsa (agnosticismo débil), mientras que otros la consideran una proposición incognoscible en principio (agnosticismo fuerte). Si bien hay agnósticos teístas, aquellos que creen en Dios, aunque consideran que tal creencia es imposible de verificar, podemos suponer que en este último caso se da una aceptación implícita de D. Los agnósticos noteístas son, en consecuencia, ateos de hecho.

Resta otra posibilidad. Imaginemos si, en lugar de D, se nos presentara una proposición como “Xiwzyzwh existe” (llamémosla X). ¿Podríamos dar una opinión sobre ella? ¿Podríamos considerarla verdadera, falsa, o siquiera indeterminada? Lo cierto es que no podríamos pronunciarnos ante X hasta saber lo que ella implica: ¿qué es Xiwzyzwh? ¿Cuál es su definición? La proposición no nos permite sospechar ninguno de sus atributos, más que su (potencial) existencia, que es lo mismo que ella afirma. En tanto no tengamos más datos, sería incluso incorrecto llamarla indeterminada, ya que Xiwzyzwh bien podría ser “un triángulo de cuatro lados” (en cuyo caso no podría existir) o “un triángulo rojo” (y en tal caso muy probablemente exista). Si aun nos fuera negada tal definición, deberíamos rechazar X por considerarla una proposición carente de sentido. De la misma manera, si consideramos que el objeto “Dios” no posee una definición completa o satisfactoria, podemos afirmar que D carece de sentido. A quienes sostienen que este, efectivamente, es el caso, se los puede llamar ignósticos o igteístas. Observemos que los ateos, en contraste, asumen una determinada definición de “Dios”, que les permite negar D como una proposición con sentido. Sin embargo, dado que las definiciones de Dios son -potencialmente- infinitas, todo ateo es ignóstico con respecto a determinadas proposiciones que podrían, en su forma escrita, ser iguales a D.

Mencionamos también que ciertas tradiciones espirituales pueden ser consideradas religiones noteístas. Dentro de ellas encontramos el budismo, el jainismo, el taoísmo, algunas escuelas hinduistas, y también nuevos movimientos religiosos como el raëlismo y la cienciología. Cada una comprende una serie particular de postulados metafísicos, y algunas, como el budismo, incluyen la creencia en deidades y seres sobrenaturales. No obstante, todas adoptan frente a D alguna de las posiciones ya mencionadas: rechazo, indiferencia, agnosticismo o desconocimiento.


Como podemos ver, lejos de constituir en sí una cosmovisión, el noteísmo forma parte de cosmovisiones muy diversas. A veces puede estar asociado con otras corrientes de pensamiento, tales como el naturalismo, el escepticismo y el nihilismo, o con ideologías políticas tan alejadas entre sí como el marxismo y el objetivismo. El noteísta puede oponerse activamente al teísmo y la religión, o verlos con total indiferencia; puede darle mayor o menor importancia a su postura; puede ser también un buscador activo de Dios. 

La no aceptación de D tiene, en fin, tantas potenciales consecuencias como su aceptación. En posteriores entradas, sin ignorar tales consecuencias, me enfocaré fundamentalmente en las formas en que se puede llegar a tal aceptación o rechazo. 

miércoles, 10 de septiembre de 2014

Introducción

Lo primero que quiero hacer de este blog es un espacio para sistematizar y compartir mis largas reflexiones sobre el teísmo y el no teísmo. Hace tiempo tengo el proyecto de escribir un libro sobre el tema (porque es un solo tema, por supuesto), y serias dificultades para pensarlo realizable en el corto plazo. Espero que este blog resulte un ejercicio de escritura, de pensamiento y de polémica, que le dicen, y, si no me sirve para acercarme al libro, al menos que se convierta en su digno reemplazo.

Algunas cosas que me propongo hacer acá, aunque bien podrían cambiar sobre la marcha:

-Reseñar y discutir libros, artículos y blogs a favor y en contra del teísmo.

-Responder preguntas y objeciones de creyentes y no creyentes.

-Exponer y debatir los principales argumentos a favor y en contra del teísmo,

-Compartir mis propias ideas sobre la cuestión.

-Publicar traducciones, ya que por lo general, y según mi experiencia, los debates más profundos sobre el teísmo llegan (como todo) tarde al mundo de habla hispana.

También es necesario hacer aquí algunas salvedades:

-Ya que, en general, desconfío de la posibilidad de la conversión, este blog está principalmente dirigido a los no teístas, a los teístas diletantes y a los indiferentes.

-Aunque el humor es siempre un signo de vitalidad, en general los chistes ateos me tienen un poco cansado. La risa corre el peligro de transformarse en una contraseña tribal, o en un reemplazo de la argumentación, o en las dos cosas, y entonces deja de ser útil. Aunque no  una perfecta solemnidad, sí me propongo dejar de lado el sarcasmo, que ya cuenta con suficientes espacios propios, y del que ya disfruté en otros momentos de mi vida.

-Por último, espero que el noteísmo, que es una postura a favor de la duda y del conocimiento, me lleve a la exploración de muchos otros temas (incluyendo, por supuesto, a la religión: no ya en sus aspectos éticos y epistemológicos, sino en los antropológicos y estéticos).